Vladimir Prompt: un manifiesto en torno al futuro editorial de la IA
Sobre por qué la gente prefiere poesía de ChatGPT a Shakespeare y la eterna fricción entre tecnología y humanidades
Esta semana interrumpimos la programación habitual del blog en favor del tema que más ocupado me ha tenido últimamente: las posibilidades reales de la IA en el mundo editorial. Días atrás, pasé por Itnig, ecosistema de startups de Barcelona, para hablar de un proyecto que estamos impulsando desde rrefugio sobre las intersecciones entre Inteligencia Artificial y producción de lenguaje, y para el que buscamos CTO/ full stack developer (si conoces a alguien, ponnos en el radar). En cualquier caso, soy consciente de la delicadeza del tema y quería aprovechar este espacio para compartir algunos planteamientos sobre la materia. A propósito, toda respuesta es bienvenida. Gracias como siempre por leer.
Si Saussure1, autor del Curso de lingüística general y padre del estructuralismo, centro de gravedad de la lingüística y la crítica literaria, además de predecesor de nombres como Chomsky, Barthes o Foucault, hubiera nacido algunas cuantas muchas décadas después, seguramente trabajaría para OpenAI. Te-lo-ju-ro. Desde las humanidades y el pensamiento crítico, existen numerosos motivos para sospechar de la disrupción tecnológica en el contexto del capitalismo tardío, sí, y no te quepa la menor duda de que en unos años sentiremos una decepción monstruosa, parecida a la que hoy vivimos con el declive funcional de las redes sociales. Sin embargo, sin embargo, y aquí es donde creo que reside el verdadero meollo intelectual del asunto, el fóbico rechazo al actual momento tecnológico va contra los propios cimientos del entendimiento lingüístico: desde la Poética de Aristóteles, toda aproximación al texto y la literatura han pretendido descifrar, mejorar y superar el sistema de signos que nos une como especie. La mayoría de los estudios literarios del siglo XX —disciplina que tampoco se ha actualizado mucho en este siglo, todo sea dicho— consistieron en hallazgos de patrones y estructuras —es decir, algoritmos—, lo cual aplica a la Morfología del cuento de Propp (ahora disculparán el pésimo chiste que da título a esta entrada) como al monstruoso big data que llegó a alojar el cerebro supercomputacional de Harold Bloom, quien, en realidad, aprendió su manera de leer de Samuel Johnson, el mejor crítico literario de la historia, capaz de escanear con singular audacia todas las decisiones estéticas que envuelven un texto: tono, trama, recursos, poesía, poderío intelectual… En corto: la crítica literaria siempre ha sido un sistema de detección y aplicación de algoritmos lingüísticos. O dicho de otra forma: el pensamiento de Susan Sontag y el de Ada Lovelace tienen más en común de lo que uno anticiparía. Y esto es un desafío en muchos sentidos.
Esta semana, El País contaba que «un grupo de lectores prefiere poesía escrita por ChatGPT antes que clásicos como Shakespeare o Sylvia Plath». Un panel de 700 personas no expertas en literatura manifestó su preferencia por las obras escritas por el robot, antes que por nombres canónicos de la materia. Hipótesis interpretativas pueden haber muchas, pero la noticia es útil para explicar la principal brecha que separa los sistemas lingüísticos de IA frente a la sensibilidad humana. A propósito, diría que solo existe un único elemento que separe las dos maneras de operar, y que por el momento asegura la independencia del lenguaje literario: se trata de lo que el formalista ruso Víktor Shklovski refirió como extrañamiento o desautomatización, y que, en corto, es lo que permite que la literatura hable siempre de las mismas cosas, pero de manera diferente, o que aquello que reconocemos en la vida real nos sea revelado en un texto literario como algo desconocido, raro o inusual. Probablemente, la poesía sea el género literario donde reconocemos con más facilidad el extrañamiento (¿qué significa April is the cruellest month? Pues eso es algo que todo el mundo adivinamos, y no), pero, en la medida en que todo texto puede contener trazas poéticas, el extrañamiento lo encontramos en todas partes. Entonces, claro, si la IA construye sus modelos lingüísticos por agregación de big data, y la desautomatización persigue que lo conocido sea revelado como misterioso —es decir, huye del big data—, tenemos un hoyo grande. A su vez, la IA no es otra cosa que la aplicación escalable de modelos operacionales, y hasta el extrañamiento tiene sus propias mecánicas booleanas, parametrizables en ceros y unos. ¿Es posible entonces que un texto literario pase el test de Turing? ¿Y cómo sabes si este texto lo he escrito yo, o una máquina? ¿Replicar los procesos literarios de desautomatización sería acaso una forma de descubrir la mecánica aleación de la que está hecha la condición humana? ¿Es la AGI la constatación de que todo ser humano lleva dentro de sí un replicante…? Actualmente, los anaqueles de filosofía de las librerías ya están bien surtidos de obras que denuncian el antihumanismo del presente, y bueno es estar advertidos. Sin embargo, si estamos de acuerdo en que algunos premios literarios parecen escritos por versiones inmaduras de ChatGPT, y que Aristóteles fue el primer programador en desvelar que la literatura es código, entonces podemos anticipar que se vienen por delante unos años, cuanto menos, apasionantes. ¿No?
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Ejemplo de extrañamiento fonético. Pronúnciese: Si-so-sir. Suena como un quiebro; tiene forma de rayo, y como tal se lee. Si Saussure. En mi cabeza, estas tres sílabas sibilantes suenan como si fueran verbalizadas por una diabólica serpiente de cascabel, lo cual hace un cierto sentido, atendiendo a los coqueteos que esta entrada hace con las corrientes de pensamiento aceleracionista. Si-so-sir. SsssSSSsssssSSsss.